El precio de un gitano

Hubo un tiempo en España en que un gitano no era visto como persona, sino como mercancía. La ley puso precio a nuestra gente: un hombre gitano valía diez ducados (unos 1.000 € de hoy); una mujer, apenas un ducado (unos 100 €). No hablaban de almas ni de familias, hablaban de dinero.
Los papeles viejos cuentan que en 1499 los Reyes Católicos dieron sesenta días para que los gitanos dejaran de vivir como gitanos. Y quien no obedecía, recibía cien azotes, le cortaban las orejas o lo condenaban a la esclavitud para siempre. Muchos quedaron marcados de por vida con esas mutilaciones, llevando en su cuerpo la señal de la injusticia.
En Guipúzcoa, en el año 1603, las Juntas prometieron pagar a cualquiera que entregara un gitano. No importaba si era vecino, si tenía hijos, si rezaba al mismo Dios. Era suficiente con que fuera gitano para ser cazado como una fiera. Y lo más cruel: la propia ley daba permiso para matarlo si se resistía.
Hubo alcaldes que se hicieron ricos cazando gitanos. Uno de Mondragón ahorcó a un hombre, azotó y desterró a una gitana, y aún así pidió su recompensa como si hubiera cazado animales. Por tres gitanos y una gitana reclamó pagos que superaban 834 maravedís (unos 75 € actuales), y luego todavía pidió 220 reales más (alrededor de 600 € actuales) por otro hombre.
En 1633, la corona volvió a poner precio: 30.000 maravedís (unos 2.700 € de hoy) por cada gitano capturado que no estuviera en su lugar de residencia. ¡Como si una vida se pudiera medir en monedas!
Nuestros abuelos, perseguidos por los montes, sabían que cualquier vecino podía entregarlos por unas monedas. Por eso el pueblo gitano aprendió a resistir, a guardar silencio, a esconderse cuando tocaban las campanas o cuando en la iglesia se colgaban carteles recordando la orden de "cazar gitanos".
Y aquí estamos, calés de sangre y memoria, hijos de los que no pudieron atrapar. No nos compraron ni con ducados ni con maravedís, porque lo que llevamos dentro no tiene precio: el compás, la palabra, el orgullo de ser gitanos.
El precio de un gitano lo pusieron ellos en papeles. Pero el valor verdadero lo puso Dios, que nos hizo pueblo eterno. Y aunque quisieron rompernos, aún hablamos nuestro idioma gitano, el caló, como un susurro de los viejos que no se dejó apagar.
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